Que te feliciten por un trabajo bien hecho o por unas buenas calificaciones y atribuir ese mérito a factores externos, como la suerte, por un miedo irracional a ser descubiertos como impostores.
Esta sensación, mucho más común de lo que se cree, se conoce como el “síndrome del impostora”. Ahora, un artículo publicado en la Harvard Business Review por Ruchika Tulshyan y Jodi-Ann Burey cuestiona la noción misma del síndrome de la impostora y sugiere que es otra forma de culpar a las mujeres individualmente en lugar de reconocer y abordar el sesgo sistémico en el lugar de trabajo.
El término, acuñado en 1978, recoge ese sentimiento tan familiar entre tantas mujeres –también de algunos hombres– de que no son lo suficientemente buenas para desempeñar sus tareas en el entorno en el que se encuentran. Así, sienten que están engañando a los demás.
La importancia del contexto histórico-cultural
Tulshyan y Burrey se desmarcan del clásico artículo “cómo aumentar la confianza en uno mismo” para ahondar en la raíz del problema y en los orígenes del propio término: “lo que se ha explorado menos es por qué existe el síndrome del impostor en primer lugar y qué papel desempeñan los sistemas del lugar de trabajo en el fomento y la exacerbación del mismo en las mujeres.”
El impacto del racismo sistémico, el clasismo, la xenofobia y otros prejuicios estuvo ausente cuando se desarrolló el concepto de síndrome del impostor. Es decir, que muchos grupos fueron excluidos del estudio. Concretamente las mujeres de color y las personas de estratos sociales más bajos.
Tal y como lo concebimos hoy en día, el síndrome del impostor echa la culpa a los individuos, sin tener en cuenta los contextos históricos y culturales que son fundamentales para que se manifieste, tanto en las mujeres de color como en las mujeres blancas.
Menospreciar las experiencias de las mujeres o el típico diagnóstico de “es una mujer difícil” en lugar de abordar el sistema social y político opresivo no es nada nuevo.
Durante siglos –y hasta ahora– las mujeres han sido llamadas histéricas o locas por no estar dispuestas –o ser capaces de tolerar– las limitaciones de un mundo restrictivo y dominado por los hombres.
Para las mujeres de color, la situación fue siempre peor. En un lugar de trabajo dominado por hombres blancos, no era de extrañar que tuvieran la sensación de no pertenecer y no ser lo suficientemente buenas en el entorno en el que estaban.
La falta de referentes no sólo impide a las mujeres avanzar en sus carreras, sino que también hace más difícil creer que , como la escritora Tonya Russell, “estás aquí porque estás cualificada para estarlo”.
No autoculparse, la clave
Gracias en parte al #MeToo y a los movimientos contra el racismo, muchas organizaciones y empresas están empezando a abordar estas cuestiones. Pero mientras tanto, ¿qué pueden hacer las mujeres que experimentan un sentimiento de inferioridad y de no encajar?
Ponerle nombre sin autoculparse. Es importante tener en cuenta que no estás sola, ni loca. Sentirse como una “farsante” no es infrecuente y no significa que algo esté mal en ti.
Observa el sistema. Reconoce los factores que van en contra de tu capacidad para cultivar un sentimiento de pertenencia. En lugar de interiorizar la culpa, puede ser útil dar un paso atrás y observar el entorno para advertir aquellos factores externos que no te dejan avanzar.
Contribuir en lo que puedas. Asumir cierta responsabilidad y participar en la creación de un lugar de trabajo más inclusivo puede beneficiar, tanto de forma individual como al colectivo. Es importante hacer que tu voz se escuche.
Encontrar fuentes de afirmación, internas y externas.El cambio sistémico lleva tiempo y, mientras tanto, hay que cuidar de uno mismo. Pasar de la autoconversación negativa a la afirmación puede ser muy útil. Se una fuente de tu propio estímulo.
Buscar este tipo de conexiones y contribuir a un entorno más inclusivo puede ayudar a proporcionar un sentido de pertenencia y cultivar lo que Martin Luther King, Jr. llamaba somebodiness en ti mismo y en los demás